martes, 20 de noviembre de 2007

28.- "Antonia y su marido borracho"

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ENEMIGOS DEL AMOR.
El amor es a veces sacrificio y renuncia.
En la salud y en la enfermedad, que a veces es vicio, decadencia o decrepitud, todos los días de mi vida.

Mi Diario. Reunión del dieciséis de abril de 2005. Sábado.

Ayer nos contó Carlos la triste convivencia de Antonia, una señora de la limpieza y de Boro su marido, más beodo que el más beodo.
Antonia era una sirvienta, una chica, era ya entonces más bien una señora, de servicio.
Lo que hoy eufemísticamente llamamos “empleadas del hogar”.
Vivía en Gáldar y todas las mañanas tras levantar a sus hijos y tras el aseo, darles el desayuno, cogía la guagua Galdar - Las Palmas y El Hoyo-Escaleritas, para venir a casa a trabajar.
Era una mujer muy dispuesta de las que limpian a fondo, según Elena. Alegre, bastante bien parecida, debía haber sido muy guapa y atractiva, una mujer espléndida. Un poco caderona, poco, por los tres embarazos sin cuidarse después, y una alimentación a base de cuchara, de un gran caldero que había que llenar de las legumbres o verduras más baratas de temporada, papas, muchas papas para todo, a ser posible de Chipre, que son más baratas y lentejas, habichuelas, garbanzos, en potajes canarios, y pasta de las Islas, de harinas baratas. Y esta alimentación alimenta, pero engorda.
Con todo, el trabajo fuerte no la dejaba ser barriguda o triposa. Mantenía un cuerpo de buen ver.
Cuento todo esto para que podáis suponer que fue una chica humilde, muy humilde, pero de las más atractivas de las que paseaban, no tenía dinero nada más que para pasear, por La Alameda los domingos.
Boro, Salvador, un chiriguiví del pueblo, un niño de una familia bien, la perseguía a todas horas. Ella se resistió heroicamente a aceptar el noviazgo. Él la colmaba de regalos y atenciones. Estaba a pie de baile en todas las Verbenas y si ella bailaba sola con sus amigas se hacía el encontradizo, bailando enfrente. En todos los bailes canarios, antes que nadie, era su pareja. Y Antonia cayó en sus redes. Se casaron a pesar de la oposición de la familia de Boro. El no hacía nada ni trabajaba en ningún sitio. Era solamente el hijo de papá y mamá e hijo único.
Cuando vino Manuel los abuelos cedieron. Pero las horas muertas de Boro las pasaba con los amigos en la taberna. Bueno en todas las tabernas del pueblo, que en todas tenía crédito para beber como una esponja y pronto fue una cuba andante. Después entre borracheras y pequeños periodos de abstemios y sobrios, muy pequeños, vinieron Antoñita y Salvador, Borito.
Las cosas fueron tan a más, que Antonia tuvo que separar las noches borrachas del padre de los días serenos y confiados tras el Colegio de los hijos. No quería de ningún modo que los hijos vieran la vergüenza de un padre borracho. Bastante podría ser que algún mal amigo, con esa mala idea que a veces retuerce el corazón y las palabras de los celos o las venganzas de compañeros de clase o Cole, le soltara lo de “borracho tu padre, que va aguantando todas las farolas de Galdar.”
Tuvo suerte porque enfrente justo de donde vivían sus padres, Doña Manuela y Don Antonio, había una medio casa que alquiló para ella y para Boro y recogerle allí cuando llegaba a las tantas más borracho que una cuba. Y sus tres hijos se quedaban a dormir en casa de los abuelos, dónde hacían sus deberes al volver de Colegio y esperaban a su madre para que les diera la cena.


Boro se bebió su fortuna, casi la de toda su familia y no pudo con el sueldo de Antonia porque esta recorrió todas las tabernas y bares anunciando que si fiaban a Boro era dinero perdido y tirado a la calle porque ella, Antonia, se rompían los huesos para alimentar a sus hijos y darle educación y nunca para vino aunque fuera el de su marido. Quedó clarito, pero que muy clarito y aunque alguno quiso cobrarse algunos vasos de vino de Boro ella nunca pasó por ello.
Así y todo el alcoholismo fue mermando la salud y las fuerzas de Boro. Llegó a estar hecho una piltrafa y empezaron los ataques de delirium tremen.
Antonia con una paciencia infinita, con un amor generoso y fuerte como la vida misma, con un aguante heroico y marital, le recogía cada noche, algunas veces en las tabernas del pueblo, otras cuando le traían arrastrando sus amigos y compañeros de francachelas, le lavaba, le daba algo de comer si el cuerpo de él lo aguantaba y le metía en la cama y le arropaba.
Un día cuando me contaba todo esto añadió: luego reventada y deshecha, desilusionada y casi enferma de angustia y zozobras, luchando siempre por mantener la reputación y el cariño hacia su padre de los hijos, que le adoraban desde pequeños, ocultándoles siempre la verdad con medias o enteras mentiras, me acostaba a su lado y si le daba un ataque de delirio durante la noche, entre sueños y vomiteras, retorciéndose por los monstruos imaginativos que veía en sus soñolencias, a veces entre gritos y quejidos, me levantaba, le daba un calmante que tenía para el caso y esperaba en duermevelas que volviera a calmarse y a dormirse.
Antonia, ¿Pero Usted duerme con él, en la misma cama?
Don Carlos, yo le quiero, es mi marido.
Y así aguantó Antonia con fortaleza infinita y con perseverancia fiel hasta que la muerte les separó. Lloró a Boro, le guarda en su corazón dolorido porque le amó hasta la saciedad, pero hoy es otra mujer, alegre y divertida, con ganas de vivir y gozando de su nuevo marido, un hombre honrado y trabajador, que quiere a sus hijos como propios, y de estos que ya son casi hombres y mujer. En la enfermedad y en la decrepitud puede el amor, fuerte como la muerte, seguir manteniéndose hasta la eternidad.
Ya sé que esta actitud heroica no es, llevada hasta este extremo, ni corriente ni quizás “obligatoria”. Solo quiero decir que siendo admirable, inmensamente admirable y bella, no forzosamente y necesariamente imitable en todas sus extremos, el amor es así en muchas personas, inconmensurable y desde luego muy parecido al de Dios a sus criaturas e hijos, porque Dios nos quiere, nos ama, nos protege y nos espera aun cuando a veces nuestra vida es mucho más viciosa, repugnante y fea que una borrachera.
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